Sin embargo, Antonio consideraba el vino como algo especial, que había que respetar en tanto que digno representante del terroir, algo que había que degustar con conciencia para poder apreciar su complejidad.
Quiso acercar a su hija Iria a este maravilloso universo de sensaciones y emociones así que juntos empezaron a ir a catas de vino. Iria se enganchó al pasatiempo de su padre aunque no viese allí un posible futuro empleo.
Cuando vino el momento de estudiar, se decidió por la farmacia y se fue a trabajar a Londres.
Allí, recordando las catas con su padre, le empezó a rondar en la cabeza la idea de un cambio de rumbo.
En esa época, sólo había cuarenta plazas en enología en La Rioja. Echó la solicitud.
No hace falta decir que cuando la cogieron, lo vio como una señal.